jueves, 6 de septiembre de 2007

tarareo una cancion desconocida
quizas inexistente.
tiene una melodia triste
que destroza los colores.
comenzo alguna vez en abril
a sonar en mi garganta.
cuando una sombra de mi niñez
se ofendio con la vida y le dijo basta.
no cabe en esa sinfonia ahogada
espacio para el presente.
se revuelca sobre el pasado
lo ama, lo vive y desvive.
tengo una cancion en mis labios
que nunca sono a oidos de nadie.
es una cancion que desgarra las venas
de quien la siente en su interior.
a veces la cantan las putas cuando se sienten vacias.
a veces la canta el desamor, cuando se acomoda en el pecho de alguna distraida.
es una melodia triste.
que asesina a las sonrisas.
que desarma fortalezas.
y desanima a la esperanza.

martes, 4 de septiembre de 2007

El tren de la jauría.

Las camas vacías no eran demasiado. Nunca lo habían sido.
Sabia encontrarse en comas fétidos, desecando las hojas de sus otoños preferidos. Las fotografías no transforman, solo dibujan el ayer. Nada te pueden hacer si sientes el dolor del rojo en tu espalda.
Nada te pueden hacer si la educada lagrima prepara su viaje a tu rostro a destiempo.
Las caídas de sus ángeles significaban la distorsión de una realidad sumergida en quimeras.
Las manos le dolían. En la folia de las tristezas había descubierto que el pasado era diestro de escaparse de sus cuadros. A veces los ocres no eran suficientes para exclamar la falta de matices en su piel pacida. Entonces llegaban los sexos de su pasado. Marchitos entre la jauría de múltiples cuatreros de lucidez, la habían enloquecido hasta dejarla dilapidada en una vía arcaica donde los trenes de siempre ya no pasaban.
La estación había sido negada hasta verla virgen nuevamente. Las maderas sumergidas ya no facilitaban el éxodo del fantasma andante. Regido sobre rieles casi irreales, transportando espantajos que escapan de trajes que los dibujan cardinales, el boato se quedaba ausente perpetuando los ecos de las bocinas del adiós.
La caterva de desalmados se recordaba dando vueltas adentro del ágil capricho de las distancias. Se recordaban parloteando mentiras y verdades que serian el filo para el corte entre escenario y la utopía de la pobre maja vestida de dudas.
No era Mayo, aún seguía muriendo Abril como añadas pasadas. Otoño. Sí, su cosecha preferida. Su cuerpo aún era yermo. Sus pechos aún no habían sido saboreados, y la inocencia de venus encerrada seguía haciéndola sublime ante los pasajeros de su hogar.
Irresistible. Las aguas del manantial de la presencia habían moldeado su silueta perfumada, habían repasado sus muslos, sus caderas, su sexo y su espalda dándole la exquisitez de una efigie excelsa.
Los perros de la noche la habían venteado. Repasaban con el atisbo cada rincón de su retrato y se gozaban avizorándola detrás de las ventanas escarchadas al anochecer. La luz inhábil para enfocarla correctamente hacia resaltar sus rasgos de eterna belleza.
Llegó Mayo como un relámpago cegador. El tren de la jauría esperaba a millas de los postes de luz aterciopelados, cada uno de ellos vestidos de un cartel agridulce que anunciaba la desaparición de la jovial belleza.
Tres kilómetros más allá de la casona deshecha por la noticia de huellas perdidas, una sombra incierta lavaba sus manos de líquido vivo en un lavabo carcomido por los años.
El olfato se apagaba al percibir el aroma a huesos desalmados ocultos entre la tierra húmeda y fría. El extraño se examina en el espejo descolorido del baño primitivo. Se piensa y despeina, recordando la dulce voz de la ninfa aturdida por el engaño.
El viento danza acariciando los carteles entristecidos, hay una lluvia de lágrimas en la calle de tierra.

*to be continued.

domingo, 2 de septiembre de 2007


El aire sonaba a escalofrío.
La densidad de la respiración se notaba en los ojos.
La habitación se transformó en luces y sombras borrosos, esbozos de mil noches ahogadas en el colchón.
Sentía sus manos en su cuello. Arremetiendo feroces, enloquecidas.
El apretón era fatal. La mirada se perdía en un mareo caótico. Apenas podía divisarlo de a segundos, fuera de sí, con la ira acomodándose en sus dedos poco a poco.
La asfixia era real, los párpados ilusos intentaban escapar, intentaban impedir que la sangre se acumulara alrededor del iris espantado.
La garganta se hundía debajo de las muñecas imperdonables. Él se envolvía en la oscuridad de la bienvenida al funeral.
Sus pies se arremolinaban desesperados, acurrucados sobre el suelo, corriendo en el aire, lejos de poder levantarla y guiarla hacia la puerta. No había forma de escabullirse entre la inmensidad de un cazador a pura sangre de verdugo.
El movimiento angustiado de su cuerpo intentando deshacerse de la inmaculada terminación era inolvidable.
En pausas arrolladoras el cuerpo, casi inerte, hacia sus últimos esfuerzos por respirar.
La carne cayó desprolija sobre la alfombra. Las marcas de las pinzas nervudas se veían como una fina danza de colores sobre su pescuezo.
Él la miró detenidamente, allí dormida, como una marioneta perfecta. Envuelta en silencio, en ausencia.
Sonrió, el siniestro estaba terminado. Miró sus manos húmedas, transpiradas, apenas salpicadas por una llovizna de sangre casual.
Y escribió sobre un papel vírgen que no la despertaran, pues así se veía mejor.