domingo, 2 de septiembre de 2007


El aire sonaba a escalofrío.
La densidad de la respiración se notaba en los ojos.
La habitación se transformó en luces y sombras borrosos, esbozos de mil noches ahogadas en el colchón.
Sentía sus manos en su cuello. Arremetiendo feroces, enloquecidas.
El apretón era fatal. La mirada se perdía en un mareo caótico. Apenas podía divisarlo de a segundos, fuera de sí, con la ira acomodándose en sus dedos poco a poco.
La asfixia era real, los párpados ilusos intentaban escapar, intentaban impedir que la sangre se acumulara alrededor del iris espantado.
La garganta se hundía debajo de las muñecas imperdonables. Él se envolvía en la oscuridad de la bienvenida al funeral.
Sus pies se arremolinaban desesperados, acurrucados sobre el suelo, corriendo en el aire, lejos de poder levantarla y guiarla hacia la puerta. No había forma de escabullirse entre la inmensidad de un cazador a pura sangre de verdugo.
El movimiento angustiado de su cuerpo intentando deshacerse de la inmaculada terminación era inolvidable.
En pausas arrolladoras el cuerpo, casi inerte, hacia sus últimos esfuerzos por respirar.
La carne cayó desprolija sobre la alfombra. Las marcas de las pinzas nervudas se veían como una fina danza de colores sobre su pescuezo.
Él la miró detenidamente, allí dormida, como una marioneta perfecta. Envuelta en silencio, en ausencia.
Sonrió, el siniestro estaba terminado. Miró sus manos húmedas, transpiradas, apenas salpicadas por una llovizna de sangre casual.
Y escribió sobre un papel vírgen que no la despertaran, pues así se veía mejor.

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